Cuando se inician proyectos de cambio hay una fuerte energía dirigida hacia lo nuevo, hacia lo que se desea conseguir. Para promover ese cambio los enfoque más clásicos hablan de "aumentar la sensación de urgencia" y para ello es habitual poner los focos sobre lo que va mal, sobre lo que ocurriría si no cambiaramos. Sin embargo, todo cambio implica también permanencia. Hay cosas que quedan. A veces son valores que se han mantenido en el tiempo, a veces son aspectos vinculados a la propia identidad de la organización.
Cuando hablamos de resistencia al cambio como una característica de las personas nos cerramos a entender qué es lo que hace que esa resistencia se produzca. No es algo que va en el ADN. Una de las razones de que haya personas que se resisten al cambio, incluso que abanderen su oposición, es que asumen la defensa de esos aspectos que no quieren que el cambio se lleve por el desagüe.
Por eso, una estrategia de cambio exitosa pasa por plantear explícitamente qué es lo que no queremos que cambie. Una vez identificados esos elementos podemos plantear una pregunta capaz de integrar a un mayor número de personas en el proceso: ¿cómo podemos generar este cambio que necesitamos manteniendo lo que no queremos que cambie?
De esta forma, quienes se resisten al cambio, lejos de ser sus enemigos, son los altavoces de aspectos que el proceso de cambio no debe olvidar. Si lo hace, aún cuando logremos implantar el cambio deseado, es muy probable que en la organización quede abierta una herida que permanecerá a lo largo del tiempo. Una herida que, a veces, se manifiesta en una falta de energía, de implicación del conjunto de la organización en el nuevo entorno. Otras en fraccionamientos entre diversos equipos o departamentos. Otras en resentimientos con un origen que resulta difícil de identificar. Muchos conflictos en las organizaciones son deudores de procesos de cambio que "han vencido" pero no han integrado.
Foto tomada del Blog "Nunca desista de un sueño"